Existen sobradas razones para que nuestra isla, Tenerife, merezca una atención pormenorizada que dé cumplida cuenta de sus peculiares elaboraciones culinarias, desde las populares rurales hasta las más sofisticadas de los restaurantes de élite.
En esta nueva Guía Gastronómica de Tenerife, que tengo el honor de presentar a ustedes, un equipo de capaces redactores, consultores y amigos, animados por la indiscutible y motivadora personalidad de José Carlos Marrero, ha conseguido construir una excelente edición del amplio, documentado y difícil trabajo sobre lo que en ella aparece.
Señalaré que una Guía Gastronómica ha de ser, siempre, noticia sobre tal materia, pero nunca una propuesta valorativa y menos aconsejadora sobre lo que en ella aparece.
Una de las significaciones de la palabra guía es la de acompañar, de modo que la ayuda que se preste sea lo más objetiva posible, dentro, naturalmente, de las limitaciones que la objetividad posee. Y esta condición ha sido plenamente cumplida en este libro, por lo que debemos felicitarnos.
En mis excursiones por el mundo de la gastronomía, he visitado y comido en el, para mí, mejor restaurante del mundo, pese a la opinión contraria de la célebre Guía Michelin. Me refiero a “Lucas Carton”, en Paris. Y también lo he hecho en el peor restaurante del mundo, igualmente en Paris, que era griego y de cuyo nombre no quiero acordarme, pues pasé en él uno de los momentos más comprometidos de mi vivir gastronómico.
Pues bien, “Lucas Carton” no aparecía en la Guía que consultara y sí lo hacía aquél horrible lugar donde comer era la más alucinante aventura. Quiero decir con ello, subrayándolo, que estar o no estar en una guía de establecimientos de restauración, no es siempre, señal significativa de categoría o insignificancia.
Aquí, en este libro, cien restaurantes de Tenerife -hay en la Isla más de dos mil- aparecen señalados con sus exactas condiciones pero, y esto el lo que más me agrada de la guía, nunca se atribuyen desmesuradas calificaciones ni elogios vanos, no interviniendo el juicio de valor, algo tan eminentemente personal que no conduce, por tanto a la evidencia y la verdad.
Esto me lleva a pensar en que, esta guía, a la que auguro nuevas ediciones, pues tiene unos firmes cimientos, cambiará nombres, quitará unos pondrá otros en sus próximas ediciones, porque una cosa es cierta: en el terreno de la restauración, no hay peor enemigo que el apoltronamiento, cosa que, por experiencia, sé que sucede con penosa frecuencia en los restaurantes de nuestra isla, que llega uno un día a alguno de ellos y come bien, pero pasado el tiempo, volver a comer allí el sólo un aburrimiento, cuando no hay tortura.
Comer bien es comer lo que se quiere, cuando se quiere y como se quiere; todo lo demás, queridos amigos es vanidad y literatura gastronómica. Huyamos de los establecimientos con cartas de comida interminables; generalmente, todo lo que aparece en ellas, deja mucho que desear.
Y antes de concluir, me permitirán ustedes que hable de la cocina autóctona, de nuestra cocina. Y diga que es limitada y llena de platos foráneos, como es costumbre en los sitios de paso, tal las Canarias, por eso mismo universalmente en su cultura gastronómica y en las otras formas de cultura, lo cual es bueno, ya que el mestizaje, como decía Carlos Fuentes, es la señal de civilización y el progreso en el mundo.
Me aterra llegar a un restaurante de comida típica y encontrar en su carta platos como éste: “Pierna de cabritillo a los aromas de los altos de Araya, con patatas a la vieja usanza”. Cuando esto ocurre, suelo tomar un aperitivo y salir del local como alma que lleva el diablo.
Terminaré esta charla con un breve relato, al que ustedes encontrarán la moraleja. Pasaban unos días en Tenerife con nosotros, mi llorado e íntimo amigo Néstor Luján y su mujer mi adorada Tin Agut. Hicimos una excursión a la Isla y se nos hizo tarde para comer. Buscando, con prisas, un restaurante o casa de comidas, allá por los altos de Icod, paramos frente a un guachinche y entramos en él.
Era pequeño, pero limpio, con solo seis mesas cubiertas por manteles de hilo, blancos y viejos. Preguntamos por la comida. “No tenemos nada”, nos dijo la señora que nos recibió. ¿Algo tendrán?, dije yo. “Bueno, la comida de la casa”, respondió. ¿Y no podrían ponernos un plato de ella?, pregunté… “Si se acotejan con eso, sí”, dijo la buena mujer.
Y nos sirvieron pan del día y queso fresco, un generoso plato de potaje de berros, con su medida piña de millo, una carne en adobo con papas bonitas arrugadas, –“es de ayer”, nos explicó Dña. Concha, que así se llamaba- y unos plátanos manzanos de postre. ¿Y el vino?, pregunté. “No tenemos más que el nuestro”. Y trajo una jarra grande para agua, llena de un Clarete perfecto, que ya, a decir de Maese William Shakespeare, lo bebía Falstaff a dulas.
Esta es comida nuestra, le dije a mis amigos. Aquello fue una gloria. Cuando acabamos, pagamos y dimos las gracias. Salimos a la carretera. Caía la tarde, una de esas tardes del norte de la Isla que son únicas. Y Néstor dijo: “Somos unos insensatos, yendo a restaurantes de lujo. Esta es una experiencia gratificadora, amigo mío. Hacía tiempo que no comía tanta pureza”
Al regreso, iba yo pensando cuánto oropel innecesario llenan los restaurantes. Y me sentí feliz por haber comido en aquél sitio, lejano desconocido, que se había puesto delante de nosotros en una carretera de nuestra tierra, que bendita sea entre todas las tierras, por los siglos de los siglos.
* Palabras pronunciadas por Carlos Pinto Grote en el acto de presentación oficial de la primera edición de la Guía Gastronómica de Tenerife y primera guía gastronómica de Canarias (hoy GastroCanarias.com), el 12 de diciembre de 1996, en Santa Cruz de Tenerife.
Don Carlos Pinto Grote. Descanse en paz.